VIVIR SEGÚN EL DOMINGO: LITURGIA Y VIDA

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El día del Señor —como ha sido llamado el domingo desde los tiempos apostólicos— ha tenido siempre, en la historia de la Iglesia, una consideración privilegiada por su estrecha relación con el núcleo mismo del misterio cristiano. En efecto, el domingo recuerda, en la sucesión semanal del tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en él de la primera creación y el inicio de la «nueva creación» (2Cor 5,17). Es el día de la evocación adoradora y agradecida del primer día del mundo y a la vez la prefiguración, en la esperanza activa, del «último día», cuando Cristo vendrá en su gloria (Hch 1,11; 1Tes 4,13-17) y «hará un mundo nuevo» (Ap 21,5)![1]

 

Desde los primeros siglos la conciencia tan alta y diferenciadora de este día, llegó a distinguirlo como el día de los cristianos, es el día que los creyentes hacen lo que más saben hacer: Reunirse y es el día en que los no cristianos constatan una verdad: que los fieles se reúnen para algo y ese algo es para celebrar la resurrección de Jesús.

 

Esta realidad del Domingo en la sociedad secularizada se está diluyendo cada vez más, no se entiende ni se vive la sacralidad de este día dedica al Señor, a la comunidad y a la familia de manera privilegiada, debe resplandecer en lo que hacemos y en lo que somos, que hacemos parte de la comunidad que no ha perdido la capacidad de celebrar, pero sobre todo de la comunidad que sabe “Vivir según el Domingo”.

 

Ha­cia el año 304, el em­pe­ra­dor Dio­cle­ciano prohi­bió a los cris­tia­nos, so pena de muer­te, po­seer las Es­cri­tu­ras, re­unir­se los do­min­gos para ce­le­brar la Eu­ca­ris­tía y cons­truir lo­ca­les para sus asam­bleas. En una pe­que­ña lo­ca­li­dad del nor­te de Áfri­ca un gru­po de cris­tia­nos fue­ron sor­pren­di­dos un do­min­go, cuan­do reuni­dos en una casa ce­le­bra­ban la Eu­ca­ris­tía, desa­fian­do con ello las prohi­bi­cio­nes im­pe­ria­les. Arres­ta­dos, fue­ron lle­va­dos a Car­ta­go para ser in­te­rro­ga­dos. Y fue sig­ni­fi­ca­ti­va la res­pues­ta que uno de ellos dio al pro­cón­sul, a sa­bien­das de que les es­pe­ra­ba el mar­ti­rio: «Sin re­unir­nos en asam­blea los do­min­gos para ce­le­brar la Eu­ca­ris­tía no po­de­mos vi­vir».

 

[1] Juan Pablo II, Carta Apostólica Dies Domini, 31-V-1998, Nº 1.

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